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Las montañas mueven mi fe

El alpinista va ascendiendo lentamente entre la niebla y el frio. De pronto, siente que cae en un hoyo muy profundo pero consigue aferrarse a una rama salvadora. No puede saber dónde está debido a la niebla que invade todo a su alrededor. Sabiendo que morirá si no logra regresar pronto a un lugar seguro, grita lo más fuerte que puede “¿Hay alguien que me pueda ayudar?”. Casi instantáneamente una voz que viene del cielo le dice “Soy Dios y vengo a ayudarte”. Lleno de esperanza, suplica “Dios, ¡sálvame por favor!”. Nuevamente la voz celestial se escucha “Hijito, suéltate de la rama y yo te salvaré”. Se hizo un tenso momento de silencio y el alpinista volvió a gritar “¿Hay alguien más allá arriba?”

Quizá te ha pasado como al alpinista. Algún evento en el que tu fe en un Ser Superior fue probada al límite. La mayoría de las personas, al menos en algún momento de su vida, han tenido la necesidad de creer en una realidad que las trasciende. Para algunos es Dios, para otros el Tao, para algunos más el Atman o el Brahma, para otros más es la Mente Universal, en fin, hay muchas maneras de nombrarla. Lo cierto es que acudimos a este Ser Trascendente para pedirle ayuda en nuestras circunstancias difíciles, para tratar de encontrarle sentido a nuestra vida o para aliviar nuestra angustia por no saber qué sigue después de la muerte, entre muchas otras cosas.

Cuando recurrimos a esta Realidad Trascendente (que para efectos de este artículo llamaré Dios), para pedirle que nos ayude a que tal o cual circunstancia suceda conforme nosotros queremos –por favor Diosito, que regrese con bien; ¡Ay Señor!, que deje de temblar; Dios mío, que por fin gane el Puebla; Diosito, mándame un buen hombre para casarme y que sea rico, atento y detallista, etc., etc.- lo que creemos realmente es que Dios va a intervenir para que las cosas se den como lo deseamos.

Provengo de una familia católica y creemos que, si pedimos con fe a Dios, las cosas se darán. Recuerdo cuando mi sobrina, una niña de escasos 6 años, estaba muy enferma de cáncer. Todos los que la amábamos pedíamos a Dios con la mayor fe de la que éramos capaces, que se salvara, que pudiera vivir. Sin embargo, a pesar de todos los ruegos, murió a los pocos meses. ¿No habíamos pedido con suficiente fe? ¿Dios no nos había escuchado? Éstas y otras preguntas cruzaban por mi mente y torpedeaban la línea de flotación de una fe que yo creía a prueba de balas, pero que hacía agua en esos momentos.

Me maravilló leer en una biografía de Einstein que, aun cuando para la mayoría de las personas los milagros eran pruebas de la existencia de Dios, para él, la ausencia de milagros, la armonía de todo lo que existe, revelaba la existencia de Dios.

Después de varios años de pedirle airadamente a Dios explicaciones de lo sucedido, pude llegar a una conclusión que me generó paz. Más allá de pedir que las cosas sucedan como yo deseo, cosa que sigo haciendo, descubrí que lo más importante es pedir luz para poder entender lo que nos pasa y vivirlo intensamente, con la confianza de que todo aquello que sucede en nuestra vida es para nuestro bien, para crecer y ser cada día más libres y más plenos. La súplica viene acompañada de un agradecimiento anticipado de que todo lo que pasará será lo mejor.

Ya no aspiro tanto a que mi fe mueva montañas, sino que las montañas y los acontecimientos de mi vida muevan mi fe.

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Estimo a mi autoestima

En la farmacia el niño pregunta:

“¿Tiene pastillas para la baja autoestima?”

“Sí, por supuesto. Aquí las tienes”,

contestó el farmacéutico.

“Mejor ya no. No me las merezco”,

repuso el niño.

 

Me di a la tarea de buscar la definición de autoestima y encontré una que me pareció que encerraba lo esencial: la capacidad de amarnos incondicionalmente y confiar en nosotros para lograr objetivos.

Cuando uno lee la definición asombra que parezca algo tan sencillo de lograr. ¿Quién podría no amarse a sí mismo? Suena hasta ilógico. El chiste con el que abre este artículo dibuja de cuerpo entero esta situación. Sin embargo, la baja autoestima es un problema que nos aqueja en mayor o menor medida a un número escalofriantemente grande de personas. Porque cuando hablo de autoestima me estoy refiriendo a la que es real, la que de veras habla de amor incondicional a ti mismo y no aquella que muchos de nosotros aparentamos ante los demás pero que no consigue darnos tranquilidad y seguridad verdaderas.

Recuerdo que durante mi proceso de formación como coach, tuvimos un ejercicio en el cual el instructor nos pidió que levantáramos la mano quienes tuviéramos una buena autoestima. Una buena parte de los participantes alzamos la mano. Sin embargo, cuando empezó a cuestionarnos si esa autoestima en realidad era fruto del amor, la aceptación y la confianza y no una máscara al público, la mayoría tuvo que reconocer que la alta autoestima no lo era tanto.

Si bien ejercicios como hablarte con cariño, decirte cosas alentadoras, etc. pueden llegar a apoyar el desarrollo de la autoestima, lo cierto es que sólo un proceso de verdadera aceptación de ti mismo puede lograr que te estimes verdadera y profundamente. Esos ejercicios serían más una consecuencia que una causa.

¿Pero, cómo aceptarse verdaderamente?

Durante la formación de nuestra personalidad, entre los 0 y los 6 años, iniciamos un proceso en el que, para lograr el amor y la aceptación de nuestros padres o las figuras importantes de nuestra vida, empezamos a rechazar conductas y actitudes que son nuestras pero que consideramos impedirán ese amor y esa aceptación. Pero todas ellas son como resortes que guardamos en una caja y buscamos sentarnos en ellos para que no salgan. Sin embargo, mientras con más fuerza busquemos guardarlos, con más fuerza tenderán ellos a saltar hacia afuera, pudiendo en el proceso llegar a “tirarnos” de la caja.

La buena noticia es que todos podemos darnos la oportunidad de sacar de la caja uno a uno nuestros resortes. Todo aquello que está en nosotros es nuestro, aunque no hayamos querido aceptarlo. Cuando miras el resorte, descubres que está ahí para tu bien, aún cuando se presente en formas que tú no quisieras que tuviera. Y aceptar supone reconocer el resorte, aceptarlo e integrarlo gradualmente a tu vida.

Sencillo como parece a primera vista, es un proceso muy retador pero que tendrá como resultado una aceptación cada vez más incondicional de nosotros mismos que nos llevará, con toda seguridad, a la construcción de una autoestima profunda y liberadora.

Así, gradualmente podremos ir sintiendo como, día a día, crece nuestra estima por nuestra autoestima.

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En busca de la media naranja perdida

  • Me enteré que por fin encontraste

 a tu media naranja. ¿Cómo va tu matrimonio con ella?

  • Pues, al principio nos llevábamos bien,

pero saliendo de la iglesia el día de nuestra boda…

 

Dentro de los estereotipos con que nuestra cultura nos bombardea, tiene un lugar muy especial el de la media naranja. Es un estado de la persona en el cual, busca y espera a la vez, encontrar a la persona que está hecha para ella.

Esta imagen de media naranja tiene como contraparte la necesidad de la otra mitad de la naranja. ¿Qué es esta otra mitad? Aquello que me falta y que es a la vez mi complemento exacto, que se ajusta a la perfección; alguien como yo, cuya función es hacer que yo me sienta completo, que sintamos cómo embonamos a la perfección, que estamos hechos el uno para el otro. Todo esto sucede en un instante en el que sabemos que la hemos encontrado. Así, lleno de romanticismo y magia. ¿No suena maravilloso?

Sin embargo, la imagen encierra un juego peligroso que ha llevado a muchas personas a sufrir desilusión y desesperanza. Nuestras expectativas sobre la otra persona son enormes y, con toda probabilidad, no se cumplirán. Y no se cumplirán porque el supuesto en el que se basa la relación es erróneo. Si yo soy media naranja, es posible que la persona a quien, en un primer momento, vi como mi otra mitad, con el paso del tiempo, resultará que quizá es otro tipo de naranja o, a lo mejor, es sandía o guayaba o limón. El desencanto viene cuando la persona se percata que lo que era un ajuste inicial perfecto de medias naranjas se fue convirtiendo en un intento infructuoso de empatar dos frutas muy diferentes, con diferente forma, sabor, textura, etc, como si fueran dos medias naranjas. La trampa reside en pensar que el objetivo es completarme para ser pleno y feliz. Dejo la responsabilidad de la felicidad de mi vida en manos de la otra persona.

Nosotros somos naranjas completas. No es una búsqueda para completar la naranja sino, desde mi ser naranja o pera o manzana completa, buscar a otra naranja, sandía o melón completa, para que juntos, los dos completos, saquemos lo mejor de cada uno para poder obtener un jugo único que nos realice y nos haga crecer.

Nuestra gran labor se convierte en recordar todos los días que estamos completos y listos para sacarle jugo a nuestra vida.

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El mandamiento olvidado: “No procrastinarás”

Las voluntades débiles se traducen en discursos; las fuerteso, en actos.

Gustave Le Bon

 

Te invito a que recuerdes tu época de estudiante. Inicia el año escolar y el profesor de una de las materias explica detalladamente cómo debe ser el trabajo final, el cual valdrá el 50% de la calificación final del curso. La fecha de entrega será el lunes de la 2ª semana de junio. Alrededor de 9 meses para elaborarlo. Como sabes que el profesor es muy estricto, decides iniciar ese mismo día. Sin embargo, recuerdas que quedaste de verte con tus cuates para ir al cine. Pero no importa, regresando, iniciarás. Cuando te das cuenta, entresalidas, tardes de tele o de cuates o de merecido descanso, ya acabó el primer semestre. Llega diciembre y ni modo que seas tan nerd de ponerte a hacer tu trabajo en plenas vacaciones. Sin embargo, te prometes que en cuanto empiece el siguiente semestre iniciarás el trabajo.

Llega enero y, como llega, se va, porque no logras agarrar ritmo para el estudio. Febrero trajo algunos puentes memorables y casi se empalmó con las vacaciones de Semana Santa y ni qué decir de mayo. Y así, sin pensarlo, te llega el mes de junio. La cosa ya está más complicada pero, nada de qué alarmarse. Cuando estás por iniciar el trabajo, surgen acontecimientos tan crucialmente importantes como bajar por comida, hablar por teléfono, practicar tu firma en una hoja blanca, chutar varias veces el balón contra la pared, aventarle la bola a tu perro, etc. Total, te quedan 2 días. La cosa está grave. Preparas café lo suficientemente cargado como para mantener despierto a alguien con catalepsia y, ahora sí, te pones a hacer frenéticamente el trabajo. Pero la Ley de Murphy se cumple religiosamente: cuando llevas 15 hojas capturadas, se va la luz y pierdes todo porque se te olvidó salvar el archivo; el procesador de palabras empieza a hacer extraños con lo que capturas y a la impresora, después de atascarse el papel varias veces, se le acaba la tinta. Has pasado el primer día en vela. Sigues tomando café en cantidades industriales porque necesitas seguir despierto para terminar. Para cuando es medianoche del último día, empiezas a tener alucinaciones. En tu espejo crees ver una sonrisa sardónica en la cara de tu profesor y te parece escuchar su siniestra carcajada burlándose de ti. Finalmente, lo que queda de ti llega patinando al colegio justo antes de que el profesor se vaya y entregas el trabajo. Misión cumplida.

Más allá de las exageraciones, ¿te suena familiar? ¿Le pasó al primo de un amigo? Lo que acabas de leer es un ejemplo de procrastinación. Aun cuando la palabra parece designar una nueva enfermedad venérea, en realidad describe una conducta que nos aqueja a muchísimas personas. Procrastinar es dejar para más tarde lo que debemos hacer en el momento, pese a que preveamos que con tal decisión tendremos problemas. Posponemos o diferimos aun cuando sabemos que vamos a tener problemas. ¿No es irracional? Pero el procrastinador no es un irresponsable como tal porque, aun cuando va a esperar el último momento para hacer las cosas, finalmente lo hará, con todo el desgaste que entraña.

Si bien hay varios factores que inciden en ser más o menos procrastinador, la impulsividad es el que mayor influencia tiene. Mientras más lejana está la fecha de entrega de aquello que debemos hacer, más fuerte será el impulso para no hacerlo. Es indispensable luchar con ello.

Más allá de múltiples recetas de gran profundidad psicológica que se puedan encontrar, estoy convencido que la más efectiva sigue siendo la más simple: hacer las cosas poco a poco e inmediatamente, para obtener pequeños triunfos que nos inviten a seguir a pesar de los múltiples distractores que tenemos. Y esto vale para cualquier área de nuestra vida. Porque la falta de acción tiene un alto precio para nuestras vidas. Prácticamente, todas las personas exitosas que conozco comparten, además de una gran claridad en cuanto a sus metas, una capacidad de ejecución que las sitúa siempre muy por encima del grueso de las personas. La diferencia de calidad en los resultados va generando un abismo de productividad entre el que hace y el que procrastina.

El reto es enorme, pero hay que enfrentarlo con paciencia y perseverancia. La frase que introduce el artículo lo muestra dura pero realmente: sólo nuestra voluntad fuerte nos llevará a alcanzar lo que queremos.

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El íntimo placer de siempre tener la razón

Dos hombres discuten en una cantina. “¡Caramba!, Que Cristo murió el jueves”, gritaba el primero. “¡Que murió el viernes!”, vociferaba el segundo. Pasan un buen rato discutiendo, que si murió en jueves, que si en viernes. Entonces uno de ellos llama a gritos al cantinero. “Dile a este necio quién tiene la razón. ¿Cristo murió el jueves o el viernes?”. Temeroso de las represalias, el cantinero comenta titubeante: “Pues la verdad no me acuerdo bien si murió el jueves o el viernes, pero el martes ya estaba malito.”

 

Seguramente puedes recordar más de una ocasión en la que te enfrascaste en una discusión en la que has defendido con todas tus fuerzas tu punto de vista, quizá, aun cuando te hubieras dado cuenta de que no tenías la razón.

¿Por qué es tan importante para la inmensa mayoría de las personas el tener la razón?

Algunas personas en coaching me refieren que tener la razón es algo fundamental en sus vidas, algo que les da poder y les mantiene en control de las situaciones, algo que las deja más tranquilas. Aunque nunca lo había visto así, mi vida da cuenta de algo muy similar. He gastado enormes cantidades de energía y tiempo defendiendo mis argumentos hasta “ganar la discusión”. Cuando pienso qué me lleva a pelear –en algunos casos, de manera literal- con tal de “demostrar que tengo la razón”, concluyo que cuando pierdo una discusión, es como si perdiera una parte de mí mismo. Aceptar que el otro tiene la razón es equivalente a decir que fallé, que no soy suficientemente bueno en lo que pienso y/o creo, o que no tengo la inteligencia o la habilidad para demostrarlo. En otras palabras, que soy un loser. En nuestra cultura contemporánea, implacablemente cruel con el que se equivoca, con el que pierde, ¿quién quiere a un perdedor? Nadie.

Cuando tengo la razón, siento poder sobre la otra persona (lo he vencido), me siento en control de la situación, y todo esto me lleva a sentir una gran seguridad. Es decir, el verdadero motor es la seguridad. Pero esa seguridad es precaria y frágil. No viene como resultado de la libertad de ser tú mismo sino de la exaltación de tu ego y tu vanidad, burbujas de jabón que cualquier cosa las hace desaparecer.

Si pensamos objetivamente en lo que debería ser una discusión, veríamos diferentes opiniones y creencias en un proceso de contraste, de modificación o complementación. Después de este proceso, tendríamos alguno de estos resultados: el surgimiento de una nueva opción enriquecida, o que cada uno conservara su opinión de manera más convencida, o alguno decidiría adoptar la opinión o creencia del otro después de haber visto su fundamento.

Aun cuando no es fácil poder ver así una discusión, y mucho menos después de saber lo que hay detrás de ella, creo muy valioso el poder “tomar distancia de nuestras opiniones” al momento de discutir. Como si tuviéramos la capacidad de salir de nuestro cuerpo para ver nuestras opiniones frente a nosotros como algo distinto a nosotros mismos. No para renunciar de entrada a ellas, sino para tener claro que mis ideas y opiniones forman parte de mí pero no son yo mismo. Adicionalmente, pensar que la fuente de nuestra seguridad no está en esas victorias pírricas –aquellas que ganas pero pierdes tanto que son casi como derrotas-, sino en nuestra capacidad de aprender y crecer, y ayudar a que los demás lo hagan.

La próxima vez que vayas a discutir, pregúntate qué hay en juego mientras defiendes tus argumentos. Posiblemente descubras que el íntimo placer de siempre tener la razón es menos intenso que el vivificador placer de ser libre.

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¿De verdad, dar es mejor que recibir?

Dar siempre es mejor que recibir

(Boxeador anónimo)

 

Cierta mamá estaba buscando enseñar a su pequeño hijo a dar. Para ello, empezó a preguntarle: “Si tuvieras 2 cochecitos, ¿le darías uno a tu hermano?”. Contestó el niño sin dudar: “Desde luego que sí”. Animada por la respuesta, la mamá le hizo otra pregunta. “Si tuvieras 2 balones de futbol, ¿le darías uno a tu hermano? También en esta ocasión el infante respondió sin dudar que lo haría. Feliz por haber avanzado tanto en sus lecciones, le preguntó finalmente si le daría a su hermano la mitad de sus dulces. “Eso sí que no”, le contestó muy decidido. “¿Cómo es posible? Me has dicho que le darías un cochecito, un balón de futbol, ¿por qué no le darías la mitad de tus dulces?” A lo que el niño repuso: “Es que esos los tengo”.

Más allá del humor. Lo que nos ilustra el chiste es la dificultad que tenemos para dar.

A pesar de que la mayoría de las religiones y tradiciones filosóficas enfatizan la importancia de dar, conozco muy pocas personas para quienes dar sea un verdadero placer. ¿Por qué es esto?

Si hablamos de dar cosas que no son materiales, pudiera sonar más razonable hacerlo. Cuando, por ejemplo, doy mi pensamiento a alguien, no lo pierdo. En realidad, lo tengo yo y lo tiene la persona a quien se lo di. Mi pensamiento no es menos por dárselo, y aún más, puedo tener la oportunidad de verlo enriquecido por el solo hecho de darlo. En cambio, cuando hablamos de dar cosas materiales que nos pertenecen, implica necesariamente perderlas, situación que no es naturalmente placentera. Tengo, y después de dar, ya no tengo. No suena ni lógico ni natural hacerlo. ¿Será que todas las religiones y tradiciones están equivocadas?

Creo que las bondades de dar toman sentido cuando comprendemos que dar implica desprendernos de algo, desapegarnos de aquello que damos. El hecho de no atarnos a las cosas, y tampoco a las personas, nos permite libertad de tenerlas o no. Cuando estamos aferrados a las cosas, podemos llegar a ser esclavos de ellas, de nuestro propio deseo de tenerlas. Es como la ley del esfuerzo invertido, mientras más las quieres tener, más te tienen. Habría que tomar una actitud como la de Nietzsche cuando habla del matrimonio: renunciar al matrimonio, para poder casarme. Entonces sí, dar es mejor que recibir, porque mientras más me desprendo de lo que tengo, mientras menos me aferro, mayor es mi experiencia de libertad, y eso, me hace sentir plenamente humano.

Desde luego esto aplica también a las personas. En una relación entre personas, y esto se puede ver con mucha claridad en una de pareja, más que dar cosas materiales, lo que hacemos es darnos y esto no es un acto doloroso, de renuncia, sino uno gozoso, donde mientras más nos damos, más humanos y libres nos sentimos. Somos seres creados para el encuentro, para darnos, porque ello nos hace felices.

 

Ahora con más ganas podemos decir, dar es mejor que recibir.

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Caín pudo hacer algo más

¿Soy acaso el guardián de mi hermano?

Génesis

 

Recuerdo esta escena repitiéndose varias veces en mi juventud: estoy en la discotheque –el antro de la época-, acompañado de amigos, departiendo alegremente. En algún momento de la noche, hacía su aparición mi hermano. Nos encontrábamos y nos abrazábamos efusivamente mientras exclamábamos “nos queremos como hermanos”. Entre los que presenciaban la escena había gente que no nos conocía bien y no sabía exactamente cuál era nuestra relación y, medio confundida y dudando, se animaba a preguntar “pero…¿ustedes no son hermanos?”, “Síííí”, contestábamos entre carcajadas, “por eso nos queremos así”.

Como esta anécdota podría recordar muchísimas. Mis hermanos, y tengo 8, han estado presentes en gran cantidad de los momentos importantes de mi vida. Mi vida no se explica sin su poderosa influencia.

Me hicieron reír mucho las palabras de Eckhart Tolle cuando dice que aquel que cree haber alcanzado la iluminación y un alto grado de desarrollo personal tiene que regresar a vivir 15 días con sus papás y sus hermanos para ver cuánto le falta para alcanzarlo. ¿Por qué? Porque tu hermano te conoce como pocas personas en el mundo, sabe tu historia de primera mano, con él es difícil mentir acerca de ti. Porque entre hermanos se establece una relación ambivalente, donde puedes tener rabiosos momentos de egoísmo y de noble generosidad; odiarlo intensamente y amarlo a prueba de balas; sentirlo como tu más fiero enemigo o tu más fiel aliado. Con un hermano, en suma, vives momentos que se convertirán en la vida misma.

Y es que, por lo menos de inicio, un hermano es un posible competidor por el amor de los padres, hasta que, de manera gradual, vas tomando tu lugar en tu vida y en la suya, mientras aprendes a amarlo y a entenderlo, al tiempo que aprendes a amarte y a entenderte, a aceptarlo tal como es. Claro, sin que ello signifique que dejarás pasar la oportunidad de molestarlo en cualquier momento, sólo para no perder la costumbre.

Quien ha tenido la fortuna de tener un hermano y haber establecido una relación de amor y apoyo, no puede menos que bendecir a Dios por ello. Porque tener este tipo de relación no tiene precio. Tener la confianza de que, pase lo que pase, cuentas con una persona es algo reconfortante y esperanzador.

Pero si esto es cierto, ¿por qué hay tantos hermanos que están peleados o separados? Creo que aun cuando la respuesta no es de ninguna manera sencilla, tiene mucho que ver con asumir la responsabilidad por lo que nos pasa en la vida y con las respuestas que le hemos dado. Un caso paradigmático es el de Caín, en el relato bíblico. Como ve que la ofrenda de su hermano es mejor recibida que la suya le parece una buena opción matarlo. Fue más fácil culpar a su hermano que ponerse a pensar cómo hacer que su ofrenda fuera agradable. En lugar de poner el foco en lo que Caín podía hacer decidió culpar a su hermano por su poca suerte y, con base en esa interpretación equivocada, actuó con el final que todos conocemos. De la misma manera, algunas personas sintieron que sus papás prefirieron, real o imaginariamente, a su hermano y decidieron actuar como Caín. Y es que los hermanos pueden llegar a acumular rencores y envidias por no haberse dado la oportunidad de hablar y pensar de manera diferente. En muchos de nuestros Talleres escucho a personas decir “se lo he dicho mil veces pero no entiende” y entonces yo les pregunto “¿cómo fue que llegaste a la número 1000 haciendo lo mismo? Así nos pasa con nuestros hermanos y llegamos a hablar con siempres y nuncas, sin darnos la oportunidad de replantearnos por qué vi las cosas de tal o cual modo.

Es claro que este tema tiene otras aristas por abordar pero creo que podríamos empezar con esto para resolver las posibles diferencias con nuestros hermanos.

Qué maravilla, que en cualquier momento de tu vida, te puedas encontrar con tu hermano y exclamar: ¡Nos queremos como hermanos!

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Bendecir para ser bendecido

Antes de que nacieses, te había consagrado para ser profeta de las naciones. (Jer 1, 5)

 

Hace poco tiempo fui gratamente sorprendido, al recibir como obsequio un libro acerca del poder que tiene una bendición, especialmente si es de padres a hijos. Me vino a la mente entonces que una de las necesidades afectivas más importantes del ser humano es sentirse aceptado, y recibir esta aceptación de nuestros padres adquiere una trascendencia enorme en el desarrollo de nuestras vidas. Porque la bendición no es otra cosa sino el rito, algunas veces solemne, las más de las veces cotidiano, en el cual los padres le expresamos a nuestro hijo que lo aceptamos incondicionalmente, con una aceptación fruto del amor. Aun cuando lo implica la propia palabra, más que hablar bien del hijo, bendecir es aceptarlo en toda su grandeza inherente, es decir un te amo liberador. Porque el bendecido, especialmente si es un niño, aunque no exclusivamente, recibe un impulso vital que va a la médula de su autoestima y de su seguridad personal. Porque hay muchas personas en el mundo que van por la vida suplicando inconscientemente que los acepten, que los bendigan, y en muchos casos la manera de pedirlo puede llegar a ser dramáticamente tóxica para la propia persona y para aquellos que entran en relación con ella.

¿Es necesario un rito de bendición, digamos, al estilo bíblico? Los rituales siempre son importantes en nuestras vidas porque son acontecimientos que quedan intensamente grabados en nuestras mentes, especialmente cuando es un momento emotivo el que se vive. Por ello considero que, aun cuando es indispensable que esa aceptación incondicional sea un acto cotidiano en la relación con nuestros hijos, es una gran oportunidad el generar un espacio y un momento especiales para hacer del rito de bendición un acontecimiento indeleble en su vida y en la nuestra.

“Les sugiero que bendigan a sus hijos”, exhorté a amigos entrañables en una cena, poco después de terminar de leer el libro. “Para ello, es necesario que exista un contacto físico, que la expresen verbalmente y que en ella auguren un futuro promisorio para su hijo, una especie de profecía”, comenté mientras imaginaba el momento del ritual con mi propio vástago. Los dos primeros elementos no eran difíciles de visualizar, sería una oportunidad de abrazar a mi hijo y así, entre mis brazos, quizá con su cabeza recostada en mi pecho, le diría lo mucho que lo amo, lo importante que es para mi vida y lo mucho que significa para mí. Dejaría que las palabras hicieran su camino, que él o ella pudieran saborearlas y sentirlas. Sin embargo, recuerdo que el tercer elemento hizo que algunos de mis amigos presentes en la cena alertaran acerca del peligro de generarle al bendecido una carga a través de “la profecía”, ya que podría ser percibida como una obligación a cumplir. En esos momentos pensé, qué podría decirle a mi hijo acerca de un futuro luminoso para él. Lo que pude concluir tiempo después es que no necesitamos hacer augurios complicados que involucren misiones grandiosas o excepcionales, sino expresar en breves palabras aquello que hemos visto que es la gran fortaleza de nuestro hijo, aquello en lo que es sobresaliente y que es su sello distintivo. Así, si nuestro hijo siempre ha sido alegre y optimista podríamos “profetizarle” cosas tales como “estás llamado a ser la alegría de muchos” o “muchos cambiarán su vida gracias a tu alegría” o cosas por el estilo. Lo importante es aprovechar la enorme oportunidad de expresarle a nuestros hijos cosas que definitivamente Sí creemos que les pasarán, porque lo que hemos dicho se basa en nuestro amor y conocimiento de ellos y sus talentos. Quizá sea necesario aclararles que ello no significa que si hablo de alegría, no exista la posibilidad de que él o ella experimenten momentos de tristeza y dolor, los cuales estarán llamados a vivir y sentir con la misma intensidad que cualquier otro sentimiento.

Y como todo lo que hacemos por otros, el efecto es de ida y vuelta. Cuando bendecimos así, desde el fondo de nuestro corazón, los bendecidos acabamos siendo nosotros.